lunes, 16 de marzo de 2015

Vainas - Confiar sin excusas

Ayer hace varios años (no sé cuántos) murió mi abuelo. Mi mamá y yo vivimos en la casa de mis abuelos desde que tuve como ocho años. Recuerdo un desayuno. Estábamos en el comedor mi abuelo, yo y no recuerdo quién más. Supongo que nos acompañaban algunos primos, mi abuelita, mi mamá y algunas tías, como era costumbre los domingos. En mi casa comer era un acontecimiento: la mesa impecablemente organizada y decorada bajo instrucciones de mi abuelita, comida suficiente y conversaciones cordiales pero sin carcajadas ni mucho alboroto, por exigencia de mi abuelo. El día del desayuno mi abuelo se percató de que me costaba mucho quitar la cáscara del huevo duro. Me dijo que para enfriarlo debía ponerlo en mi naríz. Lo hice. Mi abuelo, siempre tan puesto en su sitio cuando estaba en la mesa, rió. También reí. Su risa era tierna. Yo tendría por ahí unos 10 años. Hoy, con 28 años, nuevamente pondría el huevo en mi nariz.